Le llamaban muchacho
cuando andaba clandestino,
balalaica a cuestas,
en los montes de la estrella polar.
Buscando (y vaya uno a saber) el por qué
o el océano en esas latitudes,
como quien se ha perdido
la partida o una corrida de toros.
Pero usted no había perdido nada,
ni el misterio ni el instinto,
conseguía llevar consigo incluso
el asfalto salado de su tierra
entre los muslos,
y las grandes ciudades no le causaban miedo
y mucho menos frenesí.
Usted tramaba algo.
Desde niño, desde cabro chico, desde mocoso.
Porque usted, con su desdén a los botones,
conocía el idioma del viento
y sabia
que uno solo vuelve con el viento,
para aprovechar el sismo
a la hora del té
y el azúcar revolver.
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